Gastos Militares en Guatemala: Su Impacto Fiscal y Macroeconómico: 1969-1995 Thomas Scheetz

I. El Gasto Militar como un Servicio Público: Visión Teórica

Para un economista el gasto militar se concibe como una póliza de seguro que protege al país contra los riesgos externos en un mundo políticamente inestable e impredecible. La adquisición de esta póliza de seguro debe equilibrar la protección de la integridad territorial del país contra los peligros que pueda afrontar con las demás necesidades de los ciudadanos. Idealmente, este "paraguas de seguridad" permite invertir, trabajar y vivir en el país con cierta previsibilidad.

Ningún país puede costear una póliza contra todo riesgo porque su costo sería demasiado elevado. Si bien desde la perspectiva de la institución armada (como en el caso de cualquier otra organización burocrática) la adopción de este seguro contra todo riesgo se reviste de un interés especial, pues le permitiría un máximo de empleo, ingresos y poder a sus miembros, la visión de esa decisión desde la perspectiva de los ciudadanos es necesariamente diferente. El ciudadano concibe la defensa externa únicamente como un bien más en una canasta de bienes mucho más amplia. La defensa externa es un bien público -un servicio de seguridad externa-que tiene su lugar al lado de muchos otros, como salud, educación, vivienda, seguridad ciudadana, etc. Ante una escasez presupuestaria siempre existente en un orden genuinamente democrático y abierto, los representantes de los ciudadanos tratarían de maximizar los beneficios de éstos en cada área al menor costo, sin descuidar ningún aspecto del conjunto de necesidades nacionales.

Asimismo, en un orden democrático, la percepción ciudadana de los beneficios de invertir recursos en la protección de la seguridad externa estará condicionada por la configuración y utilización de los mecanismos para asegurar ese bien. Es sensato contribuir a financiar mecanismos que estén diseñados para defender la seguridad externa y que sean utilizados como tales. Sería, en cambio, irracional para el contribuyente/ciudadano aportar recursos para que las armas se usen en contra de sus propios hijos. Igualmente irracional sería contribuir a financiar instituciones armadas para defender la seguridad externa para que luego estas utilicen sus armas para asegurar un bien público distinto: el orden interno. Esta última tarea es ejecutada en los estados democráticos a través de la policía y bajo supuestos muy distintos a los de la fuerza armada: con un mandato para utilizar un poder de fuego mínimo, y bajo estricta supervisión de las autoridades electas o del poder judicial.

Tras la finalización de la Guerra Fría, la definición de las funciones militares ha devenido un tema crucial. Tras el desvanecimiento de las misiones cumplidas por muchos ejércitos (fuertemente dirigidos al combate de la subversión en el marco de la Guerra Fría), y ante la necesidad de justificar los altos costos de mantener las fuerzas armadas, muchos políticos han decidido asignar roles no idóneos al personal militar, como por ejemplo la lucha contra el narcotráfico, la enseñanza rural, la defensa civil o la protección ecológica. Esta es, sin embargo, una utilización ineficiente del poder militar y de los escasos recursos públicos. Es casi una ley en la economía que si se quiere eficiencia en la producción de un bien o servicio, debe buscarse un especialista. Tal solución resulta, casi invariablemente, más barata. Para proveer los servicios recién mencionados es mucho más eficiente la contratación de un policía, de un maestro o de la Cruz Roja, antes que la utilización del personal militar. El militar, dado su entrenamiento y equipamiento, tiene, en cambio, una ventaja comparativa en el uso máximo de la fuerza. Podría argumentarse que si el personal militar no es eficiente en la provisión de aquellos otros servicios (educación, salud, policía, etc.) entonces debería recibir un nuevo adiestramiento para proveerlos eficientemente. La lógica económica de esta solución es muy dudosa: si al personal militar le sobra tiempo para reentrenarse en nuevas tareas, entonces lo que en realidad sobra son soldados. El dinero gastado en el servicio público presuntamente cumplido por los militares debería, así, reubicarse en otras funciones del estado.

En el sistema democrático deben ser los civiles (sobre todo el jefe de gobierno y el ministro de defensa) los responsables últimos de la conducción de las fuerzas armadas. Las autoridades civiles deben ser capaces de definir una política de defensa acorde con la capacidad económica del país y de concebirla en función no solo de las múltiples necesidades de la nación, sino también de las numerosas variables que inciden sobre la seguridad externa de ésta. A fin de cuentas, las fuerzas armadas son solo una parte integrante del dispositivo de protección de la seguridad externa de la nación. Esa seguridad es un resultado de la capacidad diplomática del país (el primer instrumento de uso en conflicto externo), el dinamismo de su economía, la legitimidad de sus autoridades políticas y, finalmente, el poder de sus fuerzas militares.

Definir qué tipo de fuerzas armadas requiere un país no es una tarea fácil, pues los aparatos militares suelen ser muy costosos y se utilizan con poca frecuencia. A menudo, tanto los políticos como los militares intentan copiar modelos de fuerzas armadas desarrollados en países exitosos, como lo fueron, en su momento, el ejército francés, luego el alemán y, contemporáneamente, el norteamericano. Sin embargo, estos paradigmas corresponden a ejércitos imperiales, con capacidad de proyección de fuerza y sistemas de armas eminentemente ofensivos. Los costos de mantener un aparato militar con potencia ofensiva son sumamente altos y presentan una tendencia a crecer geométricamente (aproximadamente 9-11 por ciento anual desde la Segunda Guerra Mundial), frente a ingresos fiscales que aumentan mucho más lentamente (3-4 por ciento anual en el mejor de los casos).

En esta situación los costos de la defensa exterior aumentan inexorablemente y ahogan al fisco. Ante esta situación existen varias alternativas políticas. La primera es mantener constante el poder operativo del aparato militar, en cuyo caso los gastos en defensa seguirán subiendo inexorablemente, desplazando poco a poco a otros gastos gubernamentales. La segunda opción es poner al aparato de defensa en una situación de congelación en la que, debido al incremento de los costos del capital bélico, no se hacen las adquisiciones necesarias para mantenerlo al día. Esto es, se decide no continuar participando en una carrera que todo país pobre está destinado a perder, inevitablemente, frente a países más ricos. En esta situación el aparato militar gradualmente pierde su capacidad operativa militar y termina, con frecuencia, siendo dedicado a misiones no militares como la protección ecológica o la lucha anti-drogas. Este proceso es normalmente acompañado por un éxodo de los oficiales más talentosos y por una gradual descomposición en las actitudes de quienes continúan en la institución militar, quienes con alguna frecuencia acaban utilizando su posición para actividades delictivas. La tercera posibilidad es la adopción de una doctrina militar defensiva (denominada "defensa no-provocativa") acorde con las capacidades fiscales del país, entendiendo por ello:

"Una postura militar en la cual los conceptos estratégicos y operacionales, el despliegue, la organización, los armamentos, las comunicaciones y comandancia, la logística y el entrenamiento de las fuerzas armadas son tales que en su totalidad, sin ambigüedades, sean capaces de una defensa convencional adecuada, pero a la vez, y también sin ambigüedades, sean incapaces de un ataque a través de sus fronteras, sea una invasión o un golpe destructivo al territorio enemigo."

Mantener esta capacidad defensiva puede tener un costo significativamente menor que el infligido por el mantenimiento de un ejército ofensivo.

Es de notar que desde el momento en que la defensa externa se concibe como un bien público más, sujeto a una ponderación de costo/beneficio, una cuarta opción no puede ser descartada: renunciar a la protección militar de la seguridad externa del país, reforzando la utilización de los mecanismos diplomáticos. Ello es concebible si se estima que, visto a largo plazo, no existen amenazas o misiones militares plausibles para la integridad territorial del país y/o que la manutención de los aparatos militares de cualquier tipo presenta un costo de oportunidad demasiado alto en términos de la provisión de otros bienes públicos a la sociedad.

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